Amarillo. Motas amarillas y
naranjas.
Eso era lo que veía bajo los
párpados cerrados al sol de primavera. Se estiró como si fuese un gato a los
pies del árbol fresco y suspiró con alivio, mientras abría los ojos para
observar la ropa puesta a secar que se mecía suavemente por el viento. Había
terminado su tarea, sonrió.
Sintió cómo en pocos segundos los
nubarrones se apoderaban de todo el sol de la tarde ensombreciéndole el rostro,
e inhaló fuerte con la nariz, olfateando la llegada de la lluvia.
- Entrá
adentro, mi niña, que ya los huesos me empezaron a doler.
Gritaba una señora mayor desde una
ventana a la vez que agitaba un frasco de dulce. Entró a trote por la puerta
abierta siempre a los visitantes, mientras la mujer le empujaba a regañadientes para que se lave los pies
descalzos, mitad bruscamente, mitad con el cariño de una madre.
- ¿Dónde
están tu hermano y tu padre?- preguntaba la señora preocupada secándose las
manos con un trapo hecho de retales de tela descoloridos.
- Salieron
a vender los dulces- respondió la joven temblando un poco, nunca le habían
gustado las tormentas primaverales del lugar, y mucho menos sabiendo que su
familia estaba fuera en los peligros de la intemperie.-¿Se viene tormenta?
- Y
qué tormenta, mejor vení a ayúdame a coser éstas medias que están cada vez
peor.
- Podría
ir a ayudar con las vacas…-susurró sin fé sintiendo la gélida mirada de la nana
que ya preparaba un manotazo previendo sus intenciones.- sé montar.
- Si
sabrás montar vos, andá a buscar el costurero,dale.- habló la anciana
retorciendo el pañuelo en advertencia de que no la contradijera. Y la joven,
tragándose su capricho, no dudo en obedecer.
La tormenta acaecía sonora, tiñendo
la vieja estancia de matices azules y blanquecinos con cada rayo que tajaba el
cielo y se clavaba cercanamente en la tierra. El viento silbaba por el vidrio
roto de uno de los portones de la galería y la joven no podía evitar echar
ojeadas por la ventana a la espera de que alguna luz mala se paseara por los
campos.
Con los sentidos a flor de piel
como solo el miedo provoca escuchó el casco de los caballos a lo lejos y corrió
hacia la puerta.
-¡No vayas! – Gritó la Nana
tironeándole de una trenza.
- ¡Es papá! ¡va a llegar empapado!
-No es tu padre, no es nadie. Anda
a tirarle unas ramitas al hogar que hace frío, dale.
Juntas se sentaron frente al fuego
sin hablar mientras caía la noche, con los ruidos de la naturaleza rezumbando
en sus oídos y sumidas en una penumbra que solo era amedrentada por las cálidas
brasas del hogar , la muchacha jugueteaba con los tesoros del viejo costurero,
trozos de cintas amarillentas por el tiempo, alfileres con delicadas puntas
moldeadas, sobres de agujas con publicidades antiguas y lo más hermoso: Botones.
Botones de todas las formas y colores, perlados, veteados, como flores, de
madera, de plástico y de tela bordada a mano, los había grandes y pequeños,
pero los más hermosos eran unos escondidos en una bolsita de seda gris, tallados
en forma de corazón sobre una madera oscurecida. La anciana vio como los
admiraba y cómo los había admirado desde pequeña cuando jugaba con el
costurero, y ya viéndose demasiado vieja como para irse a la tumba con los
misterios del campo decidió contar la verdad.
-Esos son de tu tía-abuela
¿Sabías?- sonrió mientras mezclaba unos yuyos para el té.- Se parecía a vos,
ella se colgaba los botones esos en las trenzas, una loca linda.
- Murió muy joven…- comentó la
chica dejando de prestarle atención a los botones y alzando la cara iluminada
por el fuego, era igual a ella, la misma nariz
respingona, los mismos pómulos altos y la idéntica palidez rosácea. La
Nana hizo un gesto amargo bebiendo la infusión y optó por dejarla sobre la
mesa.
-Te voy a contar una historia, pero
queda entre vos y yo.- sentenció, perdiendo la vista en la ventana relampagueante.-
Tu abuela no murió como todos dicen.
- ah ¿no? – preguntó la oyente sin
mucha importancia, la historia era vieja, no la conocía bien y no había nacido
para el momento de los hechos, pero algo capturó su atención cuando la anciana
dijo por lo bajo como quien cuenta un secreto, iluminándole la mirada:
-Se fugó por amor…
… Todo empezó cuando compraron las
tierras en las que hoy estamos. Tu bisabuelo era un gran capataz, era muy duro
con sus empleados y también con su propia familia, pero siempre un hombre muy
trabajador. Su favorita era su hija mayor, María, un pajarito muy soñador que
volaba alto, y tuvo la desdicha de pasar mucho tiempo aprendiendo a montar
cerca de donde un muchacho ignorante de cara y manos sucias arreaba el ganado.
Yo para ese entonces era una nena,
comencé a trabajar de muy jovencita como mis hermanos, nuestras madres nos
mandaban a las casas de la gente más pudiente en cuanto sabíamos montar para
que aprendamos la virtud del trabajo y nos alejásemos de la pobreza, lavábamos
la ropa hasta que las manos nos escocían y nos pegaban en los nudillos si
holgazaneábamos, pero los más afortunados estábamos protegidos, y encontrábamos
patronas que casi sentían algo de compasión maternal, no me puedo quejar de tu
bisabuela, si alguien le dio alas a la muchacha fue ella.
A los 7 años era la encargada de
cepillarle el cabello a tu abuela antes de que fuera a la cama, 100 cepilladas
para la suerte, y escucha de la tristeza por
su amor prohibido, y es que estaban realmente enamorados y deseaban con
su puro corazón casarse de una vez por todas.
Tu abuela siempre regresaba a casa
con un ramito de flores frescas, de esas que crecen en el verano en éstas
tierras, y pasaba las tardes enteras paseándose descalza por el pasto y viendo
las formas de las nubes. Nunca volví a ver a alguien que tuviera metido el
espíritu del campo como aquellos dos, corrían a escondidas como salvajes, como
hijos de la tierra misma, la Señorita volvía a casa sucia de jugar en la tierra
y en el pasto, marrón y verde y con las medias rotas en las rodillas, pero con
la sonrisa más radiante de felicidad.
José, ya por entonces un muchachito
de 18 años bien formado, en un ataque de pasión llevó a María a jalones hasta
donde su padre estaba supervisando, y ahí, de rodillas y poniéndose a entera
disposición de que lo matara si quisiese, le rogó que le diera la mano de su
hija.
El Capataz estaba hecho una furia,
y escupía espuma de la rabia, luego de darle unos buenos palos a José y una
cachetada limpia a María que le voló los preciados botones del pelo sentenció
su decepción sin siquiera mirarlos.
“O te alejas de mi hija, o se van
los dos de mis tierras en este instante”
El recuerdo patente de esa frase aún
resuena pesado en mi pecho como cuando la escuché a escondidas tras las enaguas
de la patrona, que no dejaba de llorar en silencio.
La tormenta estaba avecinando, y el
cielo se puso gris como si llorara la decisión del Capataz, pero José no lo
dudo un momento, mirando la roja mejilla ardiente de María, y con el orgullo de
todo un hombre la montó en su caballo y marcharon juntos al galope mientras se
desataba la tormenta sin más que lo puesto.
Tu bisabuela aceptó la decisión de
su marido, pero jamás lo perdonó, a pesar del clima lloró amargamente a su hija
y recogió los botones, cuidándolos todos estos años en esa bolsita de seda.
Nunca los volvieron a ver, a
ninguno de los dos, pero los chismes se los lleva el viento, algunos dicen que
se casaron y vivieron honrosamente trabajando en la casa de un buen hombre,
otros que la tormenta nunca los dejó irse.
Dicen, que en las lluvias como
ésta, cuando ya cae la noche y afinas el oído, se escucha el caballo en el que
ambos huyen lejos, en mitad de la tempestad…
El fuego se consumió dando por
terminada la historia, y la anciana, secando una escurridiza lágrima en
recuerdo de su amiga se preparó para ir a dormir.
-Podes quedártelos.- Dijo en voz
queda.- Son tuyos
La joven nieta escuchó silenciosamente
la historia, y quedo sola en el inmenso comedor, con el frío calándole los
huesos, hasta que optó por acostarse. Llegada a su alcoba y sin poder conciliar
el sueño se paró con decisión y abrió la ventana de par en par, dejando que las
gotas heladas empaparan su rostro y el viento se colara violentamente, con la
salvaje belleza de la tormenta. Esforzó su vista, pero no consiguió ver nada,
aunque la lejana cabalgata de un caballo solitario le recordó la historia de su
Nana y no sintió miedo, sino un orgullo en el fondo de su alma; se quitó los
botones del cabello y los dejo sobre el marco de la ventana, sintiendo en su
pecho los golpeteos del caballo, como supuso,
la tormenta se llevó esas promesas de amor consigo la mañana siguiente,
y nadie jamás los volvió a ver.
Precioso relato, Sabrina. Muy bien contado, además. Si hasta parece que uno estiviera allí, sentado junto al fuego, escuchando a la mujer narrar lo de su hermana.
ResponderBorrarSaludos.
Muchas Gracias!
BorrarMuy bonito, la tormenta te engulle. Pero como se llama el enamorado José o Juan?
ResponderBorrarUn beso
Hola! la verdad hubo cambio a ultimo momento, que vergüenza, me lo salteé jaja Gracias por comentar y por leer (:
BorrarHermosas letras y obra visual!
ResponderBorrarUn abrazo!
Muchas Gracias, Graciela!
BorrarMe encanta, es precioso. Acabo de descubrir tu blog y ya te digo que me tendrás por aquí a menudo porque creo que es muy original.
ResponderBorrarPor aquí te dejo el link de mi blog por si quieres pasarte a echarle un vistazo y si te gusta seguirme de vuelta: http://booksxland.blogspot.com.es/
Besos, xxL.
Gracias, enseguida me paso (:
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